Todas las vidas importan, por Carlos Mancheño Caballero.
junio 29, 2020 at 7:59 ,
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Es imposible no conmoverse ante las imágenes que relatan el trágico asesinato de
George Floyd. En los instantes inmediatos a que la viralización del crimen vimos
resurgir la llama de la lucha por los derechos civiles y las ansias de justicia de un amplio
sector de la población estadounidense (especialmente en la población negra) que salió
a las calles a protestar contra la brutalidad policial encarnada en la muerte de Floyd,
brutalidad condenada por la inmensa mayoría de la población, porque aunque algunos
se empeñen en negarlo, es consenso social el que prácticamente nadie (por supuesto
tampoco el presidente Trump) apruebe semejante atrocidad. Los problemas empezaron cuando los manifestantes obviaron tomar medidas de
seguridad, ignorando la pandemia que asola el mundo (y con especial hincapié a EEUU)
para salir a la calle guiados por una de las banderas más bellas y al mismo tiempo más
peligrosas que se pueden enarbolar: la igualdad. Las que comenzaron siendo
manifestaciones pacíficas de protesta pronto fueron invadidas por la violencia y el
vandalismo. Al llegar la noche comenzaron los saqueos, la quema de edificios, las
agresiones. Al ponerse el sol, la cara amable de la justicia social dejó paso a la
ferocidad de los encapuchados y el radicalismo. Secundados por el blanqueamiento de
los demócratas, las hordas antifas se aventuraron a culpabilizar al estado (no solo al
gobierno) y a desafiar la legitimidad del presidente.
Desde España el paisaje ha sido especialmente curioso. Los mismos que se frotaban las
manos señalando a Ayuso y Abascal como responsables de un hipotético nuevo
rebrote que no se ha dado (complicado en manifestaciones en coches), han sido los
mismos que han aplaudido a las miles de personas que sin medidas de seguridad
protagonizan la violencia política en territorio useño. ¿La diferencia?: el relato.
Mientras que en España las manifestaciones venían a desacreditar a los suyos, las
americanas venían a desacreditar a Trump.
No es la primera vez que EEUU vive disturbios similares a los que hemos asistido en las
últimas semanas. Anteriormente en los años 1965, 1977 y 1992 distintas protestas
afectaron gravemente al país. Las revueltas perjudicaron al conjunto de la sociedad
estadounidense, no solo a los blancos. En 1977 vimos como las hordas violentas
atacaban los comercios italianos y latinos, obligando a sus propietarios a defenderlos
con armas de fuego ante la incapacidad de la policía para frenar el vandalismo. Lo
mismo ocurrió en 1992 con los comercios coreanos en Los Ángeles. De la historia
aprendemos que los disturbios no tuvieron resultados prácticos más que agrandar el
estigma sobre la comunidad negra (estigma, gracias a Dios, cada vez más minoritario) y
provocar dolor y muerte a muchos inocentes (a aquellos que hoy defienden la
violencia como único método para alcanzar la igualdad les vendría bien juntar las
imágenes del asesinato de Floyd con el de Reginald Denny para darse cuenta de a
dónde lleva su antifascismo).
¿Cuál ha sido la causa de los disturbios? ¿los abusos policiales?, ¿la intolerancia?, ¿el
racismo?. Es innegable que el racismo existe en Estados Unidos y que el peso en su
historia es inmenso, pero hay que saber diferenciar entre decir que en Estados Unidos
hay racismo y decir que Estados Unidos es racista. Casi 60 años después del histórico
discurso de Martin Luther King los cambios en la sociedad norteamericana han sido
exponenciales y la lucha por los derechos civiles a incardinado la igualdad de razas
como línea roja y plataforma sobre la que construir la convivencia entre las diversas
etnias de la nación. Las constantes apelaciones a la antigua América esclavista y a los
linchamientos del Ku Klux Klan tienen que sostenerse con datos que reflejen una
verdadera continuidad, un puente sostenido entre aquél entonces y la situación de la
comunidad negra en 2020. Anclarnos en un pasado ya superado y resucitarlo
sistemáticamente a día de hoy es un escaso favor a una comunidad negra que se ve
mayormente representada en los estratos más pobres del país debido a la influencia
del entorno, pero no a la raza. Que el sistema racista de hace un siglo deje en herencia
que la representación de negros en los sectores más humildes sea mayor, no hace
racista al sistema actual ni justifica que el racismo sea el que mantiene a los negros en
las clases más bajas. La permanencia de la pobreza entre la población negra no se debe
a una sistemática discriminación por parte de la población blanca que a estas alturas es
marginal. Del mismo modo, el hecho de que haya abusos policiales contra los negros
se debe a las altas tasas de delincuencia que se dan en dicho grupo de población (la
cual no se da a raíz de que los policías como colectivo sean racistas, ni al color de la
piel de nadie, sino porque hay una más que demostrada asociación entre la
delincuencia y los barrios más depauperados, donde muchas veces se concentra la
minoría negra). Se ha heredado la pobreza, cierto, pero no el sistema racista.
Concluyendo que el problema no está en la raza sino en la pobreza, tendremos que
atañer soluciones para acabar con ella, soluciones que irremediablemente estarán
unidas a la libertad económica, esa que tan poco les gusta a los violentos que van
sembrando de odio cada comercio que pueden vandalizar, ni a los que desde la
distancia les aplauden. La victimización de la minoría y culpar al blanco de hoy del
esclavismo de hace siglo y medio solo sirve para generar una irracional lucha de razas
cuya aportación a acabar con la brutalidad policial o impulsar el ascensor social es
nula. La sociedad no está formada de razas homogéneas, sino de individuos
heterogéneos.